jueves, 6 de marzo de 2008

¿Qué vuelvan los lentos?- Recuerdos de la adolescencia

Organizando una fiesta que se dará en breve, recordé con un dejo de tristeza “aquellos años felices”. Pero ojo, no me refiero al ciclo yanqui donde Kevin sufría por una chinita horrible y andaba en una bici antigua de manubrio alto junto a su amigo inseparable, Paul (a quien años después señalarían como el mismísimo Marilyn Manson) sino a esos años de mi vida en los que fui marcada a fuego, para bien o para mal, pero marcada al fin como le sucede a tantas otras personas.

Todos los que crecimos en un barrio sí o sí asistimos a un club o nos congregamos en alguna placita para matar las tardes de calor porque en la adolescencia, por lo menos las chicas, teníamos prohibido meternos a la pileta. Era algo impensado para cualquiera de nosotras, el escenario menos soñado, por lo tanto había quedado desterrado de los planes y no nos quedaba otra que producirnos de manera tal que los 40° a la sombra no nos matara. Pero no me quiero ir por las ramas.

La cuestión es que en esos lugares es donde pasaba mis horas y resolvía mis terribles preocupaciones, que por esos días eran asegurarme que mi chico ideal de turno (que en esa misma semana podía cambiar por otro y podía ser amado con la misma intensidad, obvio) fuera al asalto que se hacía en alguna casa el sábado por la noche; qué me iba a poner y si mis papás me iban a dejar quedarme hasta que las velas no ardan, que era el momento en que se bajaban las luces, se pasaban los mejores lentos y de tanto baile te quedaba el aroma del chico que te gustaba en la ropa.

Ni hablar del momento de los juegos: la botellita; verdad-consecuencia o el semáforo. ¡Qué nervios, por favor! Recuerdo que me dolían los dedos de tanto cruzarlos para que mi príncipe de turno me eligiera a mí, pero en esa etapa de la vida la suerte no estaba de mi lado… y no era para menos. Mientras mis amigas se estrenaban ropa todas las semanas, yo debía conformarme con sus sobras o lo que es peor, con unos pantalones de jean bordó que me costó un huevo lograr que mi mamá me dejé tirar a la basura. Ojo, esos eran lindos, peor los verde botella o los nevados que combinaba con camisas floreadas o con estrellas. Y ni hablar de los malditos leñadores, que aún hoy aborrezco ver en los pies masculinos. (Ojala que no hayan quedado registros fotográficos de aquella época, voy a buscarlos y si aparecen, arderán en el fuego)

Por suerte, más adelante en el tiempo vinieron épocas mejores donde pude revindicarme, los chicos comenzaron a mirarme y fui popular en la escuela (tanto que llegué a ser delegada de mi división). Mala como la peste (un poco por resentimiento, tal vez) y bastante hábil para el chamuyo, pronto me convertí en la chica simpática dentro de un grupo de chicas lindas. ¿Algo mejoró después de todo no? Pero para llegar a eso tuve que pasar grandes desilusiones que en otro momento les contaré.

Por eso, cuando veo que las publicidades y los programas de televisión levantan sus estándares a favor de los lentos, tiemblo. Me da pena porque me encantan (de hecho los suelo cantar por fonética y a los gritos, sin entender nada de lo que dicen) pero la verdad es que me asustan.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Tanto ruido y al final... demasiado ruido!

Hola, sí he vuelto y prometo no volver a irme tan lejos.
De a poco iré renovando el blog, espero que me sigan acompañando luego de mis vacaciones forzadas por falta de material, imaginación o vaya uno a saber por qué.

De a poco volverán aquellas historias reales, propias o ajenas, que fueron llenando de palabras este humilde blog. Quizás ahora sean un poco más felices o tal vez no, vamos a ver qué sale, qué se cuenta, que se siente.

Comienzo a escuchar testimonios de amigos o anónimos, una especie de casting del amor (o por qué no del desamor) para poder plasmar nuevas cosas.

Soy toda oídos...