Cuando la conocí debo reconocer que la miré torcido. Era chiquita, rubia, con el pelo llovido (al estilo Barbie Malibú), delicada por donde se la mire, usaba mucho el color rosa para vestirse porque era de “nena”, lloraba por todo, tenía alma de Susanita y una voz de pito insufrible. Todos requisitos, a mi entender, para detestar a una persona. Mi antítesis.
Con este panorama nunca podíamos ser amigas. No sé porqué le di tiempo (porque lo saben, no tengo paciencia) y así fue como empecé a descubrir cosas en ella que el resto no veía. Claro, era más fácil catalogarla de rubia tarada antes que intentar conocerla y darle la oportunidad de que demuestre lo contrario. (Jódase, eso le pasa por ser linda. A mi todos me ven simpática)
En ese momento, yo atravesaba la primera de las cuatro crisis con mi ex y todas mis amigas estaban en pareja. No tenía con quién salir a despejarme (léase, tirar la chancleta) así que, mitad en joda mitad en serio, me terminé acoplando al grupo de mi hermana más chica.
Durante esas salidas diarias que duraron meses y me devolvieron con 25 años a mi amada y descontrolada adolescencia me reí cómo hacía años no lo hacía y compartí con un grupo de chicas seis o siete años menores que yo algo más que fiestas y alcohol. Encontré mucho apoyo y grandes oídos que me contuvieron el tiempo que hizo falta. Una de ellas era ésta chiquita pero pronto, vaya a saber por qué milagro del destino, la relación fue creciendo y aunque el grupo se disolvió y las amistades fueron quedando en el camino, la nuestra perduró.
Hoy es mi gran amiga. Una de las personas que elijo para refugiarme cuando estoy triste, para pelearme cuando estoy enojada, para salir a divertirme cuando estoy contenta, para destruir la tarjeta cuando preciso hacer catarsis y para escuchar con la dureza justa las cosas que el resto no se anima a decirme. Es mi espejo a la hora de buscar sinceridad.
Juntas pasamos miles de momentos lindos y no tanto. Compartimos la mejor anécdota que pueden tener dos amigas, nos hacemos cucharita cuando el corazón nos está por explotar de tanta tristeza, no nos guardamos secretos y tenemos la confianza para pelearnos de la peor manera y al rato hablar como si nada hubiera pasado. Es con la única persona ajena a mi familia que lo puedo experimentar…
Con el paso del tiempo nos fuimos mimetizando tanto que cada una tomó de la otra lo que necesitaba. Ella se embarró con un poco más de calle y yo me volví más femenina (hasta logró incorporar el maquillaje a mi vida diaria). Ella se animó a otro tipo de aventuras y yo incorporé el deseo de formar una familia que hasta ese momento no lo tenía y a ser un poquitín más cariñosa. Descubrimos que en el fondo éramos tan parecidas que compartimos todo a pesar de la diferencia de edad, que casi nunca se nota. Y sobre todo, fuimos entendiendo que deseamos las mismas cosas (hasta tenemos el mismo nombre pensado para nuestra hija, la primera que porte panza se queda con Lola… cagué, vas a tenerla primero, lo sé)
Dicen que no sólo la sangre determina un lazo de familia. Yo no sé si esto es cierto o no, pero yo la elijo todos los días como mi hermana y la amo con todo mi corazón.
Cuando aún éramos un grupo de amigas...
(Ahí pueden comprobar que se vestía de rosa, es para ahogarla en un balde)
¿Puede tener ese pelo sin necesidad de usar secador ni planchita?! La odio...

Aye, Feliz cumple y gracias por tanto!