martes, 29 de octubre de 2013

Soltar

Hace once años me sentaba con un papelito y una lapicera y escribía la carta más triste de la historia. Una de despedida, de amor, de dolor. Horas después se la guardaba en el bolsillo del traje a mi abuelo, que por fin descansaba en paz, minutos antes de la despedida final. Con esa carta se fue. Imagino que cuando pudo librarse del cuerpo en el que había vivido durante 70 años, eligió llevar ese escrito consigo para siempre. Ya se lo había dicho una y cien veces en persona, pero como no quería que se olvidara de ninguna de las cosas que le había dicho, quise que las tuviera a mano para releerlas cada tanto.

Escribir es terapéutico, casi tanto como llorar.

Muchas veces les hablé de mi abuela. Quise compartirla con ustedes, porque era demasiado para mi sola. Su presión abrumadora por verme en pareja, estable, madura, seria y ama de casa. Y luego (o antes, durante, siempre) su deseo incontenible de verme convertida en madre. Ella repetía una y mil veces que no podía morirse sin ver antes a un bisnieto, un hijo mío. Mi negación la exasperaba y la hacía vociferar las peores maldiciones. Ya leyeron algunas a lo largo de los años tanto en el blog como en mi libro.

Siempre estuvimos juntas, desde que nací. Padres jóvenes y amor desmedido de abuelos hicieron que pasara mucho más tiempo con mis abuelos que lo que cualquier otro nieto puede pasar. Para mi, el mejor plan, era que llegue el viernes, armar una mochila y arrancar hacia la casa de mis abuelos hasta el domingo a la noche que me devolvían a mi casa. Partidas de dominó; escobas de quince; poesías de Almafuerte; sábados al mediodía de papas fritas, huevo frito y milanesas napolitanas, noches de pizza y domingos de asado; política, Boca y pasión. Todos son recuerdos de mi infancia en la casa de mis abuelos.

Cuando fui creciendo, mi abuela fue la única persona en el mundo que logró que aprendiera a dividir. Una tarea matemáticamente imposible para mi. Con toda la paciencia me explicó el mecanismo. Años después, cuando ella no entendía algo y yo la mandoneaba, me repetía como un mantra: "Qué desagradecida, yo tuve la paciencia de enseñarte a dividir, porque eras una burra". Así fue nuestra relación siempre, de madre e hija. Podíamos decirnos las peores cosas del mundo, pero a los dos minutos estábamos tomando mate como si nada pasara para sorpresa del espectador de turno que no podía creer lo que veía.

Conoció a cada uno de mis novios, a todos mis amigos, me vio reír y me vio llorar. Cada vez que tenía un problema la llamaba a ella; si estaba abrumada, me iba hasta su casa; si quería matar a alguien la llamaba para que contrariamente a lo que se imaginan, me diera manija; si me faltaba guita, ella siempre me ofrecía; si necesitaba un mimo, ella se daba cuenta y me decía que estaba más flaca, que esa ropa me quedaba genial, que estaba linda. Hablábamos de chimentos, de hombres, de sexo, de política, de todo. No éramos de darnos besos ni cargosearnos demasiado, a ninguna de las dos nos gusta que nos estén encima, pero estuvimos siempre juntas. Siempre, como ahora que ella pelea por su vida y yo la tengo de la mano.

Apenas me enteré que estaba embarazada pensé en ella, en su alegría, en su deseo. Sabía que le iba a dar una de las mejores noticias de su vida, la que siempre había esperado. Esa misma noche, salí de la guardia y le pedí a Muchacho y a mi vieja que me acompañaran de la abuela. Llegué cagándome de risa y le tiré la bomba. Obvio creyó que era otra de mis bromas y no me creyó. Tuvo que buscar la confirmación en los ojos de las personas que me acompañaban. "No sé si creerle porque esta siempre vive jodiendo", dijo, y lloro cuando le mostré la ecografía. El día que nació Violeta hizo caso omiso del calor de enero, se vistió y vino a conocerla al sanatorio. Mucho no me acuerdo de ese día, pero su mirada no me la voy a olvidar más: "Ya sos mamá y que suerte que es una nena, no vas a estar nunca más sola"- Ella siempre repetía que tuvo dos hijos varones y que fue una maldición, porque los hombres se casan y ya luego se olvidan de la madre, que en cambio una hija mujer te acompaña hasta el final. Yo siempre fui esa hija mujer que nunca tuvo.

Hoy me toca verla sufriendo en una cama del mismo hospital en donde murió mi abuelo. Los médicos dicen que sólo depende de ella, que está muy delicada, que no la quieren invadir más. El corazón se me desgarra a cada minuto. Siento que debo dejarla ir, me despido de ella cada vez que me voy del hospital como si fuera la última, le digo que la quiero, la abrazo, le doy besos y ella me acaricia la cabeza, me pide que me acerque y me da besos. Sé fervientemente que dejarla ir es el mayor acto de amor que puedo tener para con ella, y ella debe sentir que debe quedarse por nosotros, porque su partida nos va a destrozar, porque me voy a sentir sola con su ausencia, porque cada día cuando a las siete de la tarde suene el teléfono de mi casa voy a pensar que es ella que me llama para preguntarme cómo me fue, cómo está Violetita, qué estamos haciendo. Y ahí estamos parados en el medio...

Sé que no logro nada con escribir, que su salud no va a mejorar, que mis palabras no son milagrosas, pero escribir es terapéutico, casi tanto como llorar y yo ya me estoy quedando sin lágrimas.